21 marzo, 2011

Hay ganas de que se hunda el mundo

Hemos observado un incremento exponencial en el interés de cada vez más gente por el Fin del Mundo, cosa que se advierte a causa de la expectación creciente por Dosmilesdoces, Haarps, pasiones por que alguna central nuclear japonesa vuele en pezados y desparrame radiación a los cuatro vientos, explosiones solares, hecatombes bioquímicas, guerras globales y muchas otras atracciones y entretenimientos para el fin de semana. Al contrario de las saludables y efervescentes novelas y películas de género catastrófico de ayer de hoy y de siempre, en el que un eventual fin de los tiempos se contrastaba con la decidida actitud de los protagonistas por hacer frente y sobrevivir a fuerzas colosalmente destructoras con el ánimo de pervivencia no sólo física sino anímica de la raza humana; se advierte hoy en cambio, un deseo de castigo apocalíptico desprovisto de cualquier esperanza precisamente por pertenecer a esa misma especie.

Se diría de un caso de conciencia sucia colectiva. Aunque al parecer, los que padecen este ansia por la punición son precisamente gente que no decide nada en cuanto a los destinos humanos, que vive arrastrando su existencia desprovista de ilusiones en medio de un inacabable panorama de pesimismo. En cambio, quienes dirigen el mundo, ya bien sea el jefe de la oficina de uno o el presidente de una todopoderosa multinacional están encantados consigo mismos, con su poder neroniano, disfrutando de placeres caros y prohibidos, riquezas a costa del contribuyente, manejos extraños, corrupciones surtidas, guerritas locales, y masacres varias.

Entonces, ¿porqué hay quién desea que el castigo de Dios caiga también sobre su cabeza cuando la culpa es de otro? Sin duda, entre antropólogos y psicólogos nos podrían responder a buena parte de esta pregunta: las cosas de la organización tribal, el reflejo del yo en los demás, etc… Pero, al vivir en una sociedad tan espléndidamente mezquina, nos sigue persistiendo cierta duda al respecto.

Quizás una posible respuesta esté en la historia de Job, el patriarca justo y honrado a quien Dios, para probar la inquebranteble fe de aquél ante su archi-enemigo, el Demonio, –cuando hablan Dios y el Diablo siempre parecen dos colegas publicistas de empresas rivales que se encuentran en el bar a la salida del trabajo- , pues permitió a Satanás hacerle sufrir a Job las mil y una perrerías tales como arruinarlo, escarnecerlo públicamente, masacrarle la família, e incluso hacerle pasar por tonto. El quit de la cuestión es que a cada prueba que el Maligno, con la aquiescencia del Lord of The Lords, perpetraba en la vida de Job, este santo varón la superaba no sólo sin lamentarse, sino aún alabando a su Señor, ya conocen el slogan: “¡Dios me lo dió, Dios me lo quitó, bendito sea Dios!”
Al acabar Satanás retirándose, vencido y agotado tras mucha y larga perversidad infructuosa, Jehová, satisfecho y complacido con su siervo, le recompensó como premio a la lealtad y la perseverancia ante la adversidad, proveyéndole de aún mayor cantidad de bienes, familia y felicidad de la que había perdido.

Quizás en este episodio resida una cierta explicación sobre porqué callamos, aunque rabiemos por dentro, ante desmanes increíbles e injustificables y a la vez deseemos que todo salte por los aires de una vez por todas: quizás extraemos de nuestra famosa y etérea conciencia colectiva el episodio de Job, y creamos que, pase lo que pase y por injusto que sea, si nos estamos quietos, no nos quejamos mucho y nos portamos bien, la Justicia acabará prevaleciendo y nuestros méritos y sufrimientos se verán finalmente reconocidos (y si no en este mundo, puede que en el siguiente si lo hay).

Lo que dicen algunas malas lenguas es que a Job, su nueva y ricachona familia le tuvo que estar limpiando la baba y la caca hasta que murió, día hasta el que no cesó de repetir a cada minuto “Dios me lo dió, etc…” con los ojos vidriosos y la mirada perdida en el infinito del yeso de la pared.

1 comentario:

  1. Algunos afirman de la existencia de un testamento apócrifo, celosamente guardado por el Vaticano, en el que se comenta que Job era conocido en toda Galilea como "el cenizo".

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